lunes, 2 de junio de 2014

La belleza de la verdad

   
   Soy amigo de Platón,  pero soy más amigo de la verdad. (Aristóteles). La belleza de la verdad atrae tanto más cuanto más se la conoce. Vamos a reflexionar sobre ello

    Ética y verdad

    La ética, por definición, busca el bien. Y el bien se logra cuando se conoce y se respeta la verdad. ¿Qué hace bueno el diagnóstico de un médico? ¿Qué hace buenas la decisión de un árbitro y la sentencia de un juez? Solo esto: la verdad. 

   Por eso, obrar bien es obrar conforme a la verdad, conforme a lo que son las cosas. Y, entre la multiplicidad de verdades, la verdad sobre el propio hombre. La más depurada sabiduría griega recomienda el «conócete a ti mismo», y Platón afirma que no podríamos conocer qué conducta nos hace buenos si desconocemos lo que somos.


    La verdad es, por lo dicho, uno de los fundamentos principales de la ética. Pero es un fundamento problemático: el alcance y la validez del conocimiento humano han sido siempre objeto de profundas y sutiles discusiones. ¿Qué es la verdad? Esta pregunta la han formulado pensadores de todos los tiempos, y la definición más clara fue propuesta en el siglo xiii: la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, y significa llegar a saber lo que las cosas son en sí mismas.

    En esa adecuación, es el entendimiento el que se conforma a la realidad de las cosas, que nunca son como son porque nosotros así lo pensemos. Tú no eres rubio porque todos piensen que lo eres sino que, porque eres rubio, se ajustan a la verdad todos los que así lo afirman. De aquí se desprende que la realidad constituye el fundamento de la verdad, y que un conocimiento es verdadero cuando manifiesta y declara el ser de las cosas. Por eso, el error no es conocimiento, pues conocer falsamente algo equivale a no conocerlo.

    Si el origen de la verdad es la misma realidad, para avanzar en el conocimiento debemos esforzarnos en captar mejor la realidad de las cosas, y no simplemente en estar informados de lo que opinan unos y otros, pues la opinión de los hombres no es fuente clara de verdad.

    Duda, opinión, certeza
    
    Al comienzo de la Odisea, Atenea, disfrazada de rey extranjero, le pregunta a Telémaco si es de verdad el hijo de Ulises, «pues te pareces a él asombrosamente». Y Telémaco contestó con discreción: «Mi madre asegura que soy hijo de Ulises; yo, en cambio, no lo sé, pues jamás conoció nadie por sí mismo su propia estirpe».

    En este breve diálogo se manifiesta un hecho muy común: el convencimiento que las personas poseen sobre la verdad de sus conocimientos admite grados. El más bajo se llama duda, y consiste en fluctuar entre la afirmación y la negación de una determinada proposición, sin inclinarse hacia un extremo de la alternativa más que hacia el otro.

    Por encima de la duda está la opinión: adhesión a una proposición sin excluir la posibilidad de que sea falsa. Por tanto, es un asentimiento débil. La opinión es una estimación ante aquello que puede ser o no ser, ser de una forma o de otra. El hombre se ve obligado a opinar porque la limitación de su conocimiento le impide alcanzar a menudo la certeza: puede llover o no llover; puedo morir dentro de dos, doce, treinta años... La libertad humana es otro claro factor de incertidumbre: hablar sobre la configuración futura de la sociedad o de nuestra propia vida es entrar de lleno en el terreno de lo opinable. Lo cual no significa que todas las opiniones valgan lo mismo. Séneca aconsejaba que las opiniones no debían ser contadas sino pesadas.

    Llamamos escéptico al que niega toda posibilidad de ir más allá de la opinión. Por tanto, el escepticismo es la postura que niega la capacidad humana para alcanzar la verdad. La palabra procede del griego sképtomai, que significa examinar, observar detenidamente, indagar. En sentido filosófico, escepticismo es la actitud del que reflexiona y concluye que nada se puede afirmar con certeza, por lo que más vale refugiarse en la abstención de todo juicio.

    Por fortuna, no todo es opinable. Lo que se conoce de forma inequívoca no es opinable sino cierto. Y no se debe tomar lo cierto como opinable, ni viceversa: no puedes opinar que la Tierra es mayor que la Luna, ni asegurar con certeza que la república es la mejor forma de gobierno.

    La certeza se fundamenta en la evidencia, y la evidencia no es otra cosa que la presencia patente de la realidad. La evidencia es mediata cuando no se da en la conclusión, sino en los pasos que conducen a ella: no conozco a los padres de Antonio, pero la existencia de Antonio evidencia la de sus padres, la hace necesaria. La existencia de Antonio, al que veo todos los días, es para mí una certeza inmediata; la existencia actual o pasada de sus padres, a los que nunca he visto, también me resulta evidente, pero con una evidencia no directa sino mediata, que me viene por medio de su hijo.

    La condición limitada del hombre hace que la mayoría de sus conocimientos no se realicen de forma inmediata. Son pocos los hombres que han visto las moléculas, los fondos marinos, la estratosfera o Madagascar. La mayoría de los hombres tampoco han visto jamás, ni verán nunca, a Julio César o a Carlomagno. Sin embargo, conocen con certeza la existencia de esas y otras muchas personas y realidades. Su certeza se apoya en un tipo de evidencia mediata: la proporcionada por un conjunto unánime de testigos. En un caso, la comunidad científica; en otro, las imágenes de todos los medios de comunicación; y si se trata de hechos o personajes del pasado, los testimonios elocuentes de la historia y de la arqueología.

    Estas evidencias mediatas se apoyan no en propios razonamientos, sino en segundas o terceras personas. Si no admitiéramos su valor, si no creyéramos a nadie, nuestros padres no podrían educarnos, la ciencia no progresaría, no existiría la enseñanza, leer no tendría sentido... Es decir, si solo concediésemos valor a lo conocido por uno mismo, la vida social, además de estar integrada por individuos ignorantes, sería imposible. Por tanto, es necesario y razonable dar crédito, creer.

    ¿Puede tener certeza quien cree? Sabemos que la certeza nace de la evidencia. ¿Qué evidencia se le ofrece al que cree? Solo una: la de la credibilidad del testigo. El que no ha estado en América cree en los que sí han estado y atestiguan su existencia. El que nunca ha visto a Hitler cree a los que sí lo vieron. Y antes que Hitler, Napoleón, el Cid o Nerón. En todos estos casos es evidente la credibilidad de los testigos. Y entre esos casos debemos incluir los que dan origen a algunas creencias religiosas. Por eso, la fe –creer el testimonio de alguien– es una exigencia racional, y su exclusión es una reducción arbitraria de las posibilidades humanas.

    La inclinación subjetiva
    
    Si la verdad es la adecuación entre el entendimiento y la realidad, depende más de lo que son las cosas que del sujeto que las conoce. Ese sentido tienen los versos de A. Machado:

    ¿Tu verdad? No, la Verdad,
     y ven conmigo a buscarla.
     La tuya, guárdatela.

    Es el sujeto quien debe adaptarse a la realidad, reconociéndola como es, de forma parecida a como el guante se adapta a la mano. Pero no siempre sucede así. El subjetivismo surge precisamente cuando la inteligencia prefiere colorear la realidad según sus propios gustos: entonces la verdad ya no se descubre en las cosas, sino que se inventa a partir de ellas.

    La causa más frecuente del subjetivismo son los intereses personales. Con frecuencia, la atracción de la comodidad, de la riqueza, del poder, de la fama, del éxito, del placer o del amor puede tener más peso que la propia verdad. Por eso, si suspendo un examen, nunca será por no haberlo estudiado, sino por mala suerte o exigencia excesiva del profesor. Y si el suspendido es un niño, mamá jamás dudará de la capacidad de la criatura: antes pondrá en duda la idoneidad del profesor o del libro de texto, o asegurará que su hijo es listísimo aunque «algo» vago y despistado.

    El subjetivismo, además de afectar a lo más trivial, también deforma las cuestiones más graves: el terrorista está convencido de que su causa es justa; la mujer que aborta quiere creer que solo interrumpe el embarazo; el suicida se quita la vida bajo el peso de problemas no exactamente reales, agigantados por su enfermiza subjetividad; al antiguo defensor de la esclavitud y al moderno racista les conviene pensar que los hombres somos esencialmente desiguales.

    Para que la verdad sea aceptada es preciso que encuentre una persona habituada a reconocer las cosas como son, y el que vive según sus exclusivos intereses suele carecer de la fortaleza necesaria para afrontar las consecuencias de la verdad. Pero al hombre no le resulta fácil hacer o pensar lo que no debe. Por eso, para evitar esa violencia interna, si se vive de espaldas a la verdad se acaba en la autojustificación. La historia humana es una historia plagada de autojustificaciones más o menos pobres. Ya decía Hegel que todo lo malo que ha ocurrido en el mundo, desde Adán, puede justificarse con buenas razones. Al menos, puede intentarse.

    Unas palabras de Shakespeare: Yago tiene envidia de Casio, y no duda en calumniarle ante Otelo para hacerle caer en desgracia y ocupar su cargo de alférez. ¡Qué bien me vendría su empleo!, dice. Y le calumnia, suponiendo que la acusación quizá sea verdadera: No sé si es verdad, pero tengo sospechas que me bastan como si fueran verdad averiguada.

    El peso de la mayoría
    
    Por su identificación con la realidad, la verdad no consiste en la opinión de la mayoría, ni en el común denominador de las diferentes opiniones. Por eso, elegir como criterio de conducta lo que hace o piensa la mayoría de la gente constituye una pobre elección: suele ser la coartada de la propia falta de personalidad o del propio interés.

    Además, invocar la mayoría como criterio de verdad equivale a despreciar la inteligencia. En este sentido, E. Fromm piensa que el hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte estos en verdades; y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de estas personas gente equilibrada.

    Es un gran error confundir la verdad con el hecho puro y simple de que un determinado número de personas acepten o no una proposición. Si se acepta esa identificación entre verdad y consenso social, cerramos el camino a la inteligencia y la sometemos a quienes pueden crear artificialmente ese consenso con los medios que tienen a su alcance. Es como decir que ya no existe la verdad, y que se debe considerar como tal aquello que decide quien tiene poder para imponer mayoritariamente su opinión.

    La mentira se puede imponer de muchas maneras, y no solo con la complicidad de los grandes medios de comunicación. Sin ellos, Sócrates fue calumniado hace más de dos mil años: «Sí, atenienses, hay que defenderse y tratar de arrancaros del ánimo, en tan corto espacio de tiempo, una calumnia que habéis estado escuchando tantos años de mis acusadores. Y bien quisiera conseguirlo, mas la cosa me parece difícil y no me hago ilusiones. Intrigantes, activos, numerosos, hablando de mí con un plan concertado de antemano y de manera persuasiva, os han llenado los oídos de falsedades desde hace ya mucho tiempo, y prosiguen violentamente su campaña de calumnias» (Platón, Apología de Sócrates).

    Sócrates representa la situación del hombre aislado por defender verdades éticas fundamentales. Pertenece a esa clase de hombres apasionados por la verdad e indiferentes a las opiniones cambiantes de la mayoría. Hombres que comprometieron su vida en la solución a este problema radical: ¿es preferible equivocarse con la mayoría o tener razón contra ella?

    Una viñeta de Mafalda: Por suerte, la opinión pública todavía no se ha dado cuenta de que opina lo que quiere la opinión privada, dice un señor con aspecto de poderoso.

    El conocimiento de la verdad
    
    El subjetivismo y el escepticismo sostienen que el hombre no conoce la verdad porque no le interesa o porque no es capaz. En la Grecia clásica, los sofistas pensaron así, y defendieron que las cosas son tal y como a cada uno le parecen. Muchos siglos más tarde, la filosofía idealista alemana dirá que no conocemos la realidad como es, sino reflejada en el estanque de nuestro conocimiento. Sin embargo, ya puntualizó Aristóteles que si entendiésemos solamente el producto de nuestro conocimiento, ninguna ciencia versaría sobre el mundo real, y la misma técnica –ciencia aplicada– no podría existir. Pero ocurre justamente lo contrario.

    Aunque es claro que nuestro conocimiento no agota la realidad, no se puede negar que conocemos muchas verdades. La existencia del lenguaje es una buena prueba. Para poder hablar se requiere, al menos, la existencia verdadera de tres realidades: un yo, un tú y un objeto de conversación. Si lo entendido por dos interlocutores fuera sólo subjetivo, no habría posibilidad de entendimiento. La misma discusión es prueba de algo objetivo sobre lo que se discute, y prueba irrefutable de que estamos ciertos de la existencia de una verdad que, al tiempo que nos trasciende, nos resulta alcanzable. Por otra parte, la experiencia del error no demuestra que nuestro conocimiento no alcance la verdad, sino justamente lo contrario: apreciamos lo erróneo en comparación con lo verdadero, ya que si todo fueran errores no nos daríamos cuenta.

    Un diálogo cervantino:

    ¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?

    Sí –respondió él–, para servir a Dios y a las buenas gentes.

    A lo cual respondió Cortado:

    Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a Dios y a la buena gente.

    A lo cual respondió el mozo:

    Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos sus ahijados.

    Sin duda –dijo Rincón– debe ser buena y santa, pues hace que los ladrones sirvan a Dios.

    Es tan santa y buena –replicó el mozo–, que no sé yo si se podrá mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena obra. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes.

    (Cervantes, Rinconete y Cortadillo).

José Ramón Ayllon, Ética razonada, Palabra

   


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